sábado, febrero 26, 2005

Saliva

Ayer iba yo en el tranvía tan pancho camino del cine, cuando se subieron dos post-púberes. Nada más sentarse, entre exabrupto y exabrupto, mientras intentaban proseguir una conversación edificante sin duda acerca de lo "flipante" que era una discoteca, sin acabar ni una sola frase, por cierto, al más puro estilo Ana Rosa Quintana, uno de ellos comenzó a soltar salivazos. No iban borrachos, no, simplemente el sujeto en cuestión era tan tan guay que su alto status social tenía que explotar y desparramarse por algún lado de su cuerpo, y visto que no era por sus capacidades cerebrales o por su gusto a la hora de peinarse, lo hizo transformándose en saliva, muy blanca, por cierto. No un salivazo: dos, tres. En aquel momento, dado que tales gestos gratuitos denotaban un respeto mínimo por el más básico civismo y por la más elemental educación, no habría estado de más pasarse por el forro los Derechos Humanos y haberle arrancado las glándulas salivales así, en frío, en plan kalimaaaa (Indiana Jones), para que a partir de ese momento, cuando al nene le entraran ganas de reafirmar su personalidad megamolona, escupiera sangre y al menos le diera más colorido al aséptico aspecto del interior del tranvía.